jueves, 29 de marzo de 2012

La tía Tula


La Tía Tula
Hace tiempo que me di cuenta que no llegaría a ser igual de importante que Augusto, él  representa, para los críticos, lo mejor de la genialidad de nuestro padre, Niebla siempre será la gloria entre sus obras mientras que yo pasaré vagamente por la memoria de algunos, mientras que por otros seré desconocida u olvidada, pero para mi familia, esa familia que yo forme seré importante y fielmente apreciada, por lo menos eso espero.
Desde que éramos pequeñas, mi hermana Rosa y yo quedamos huérfanas y fuimos a vivir con nuestro tío Primitivo, él al ser sacerdote confió en nosotras y nos educó solo con su ejemplo, que a decir verdad fue la mejor forma que tuvimos de ser educadas; éramos bastante unidas, pero al mismo tiempo muy distintas, ella fue la más bonita y a mí continuamente se me consideró la más sería, la que meditaba todo. Ahora pienso si ese no fue mi mayor error, dejarme llevar por la razón y hacer a un lado los sentimientos. No, no fue así, claro que me deje llevar por ellos una vez, mi orgullo lastimado ardió dentro de mí como un gran incendio que derriba edificios enteros, sin embargo lo oculté y afronté, con serenidad lo que venía.
Ramiro fue el primer y único amor de mi hermana, como era lógico, él le correspondió, era guapo y con un porvenir brillante, pero con el paso del tiempo no se decidía a casarse, fui yo la que lo animó a tomar la decisión, él rehuyó primero el tema, me dijo que eran jóvenes, que la quería conocer más, incluso llegó a insinuar que me tenía que confesar algo, pero no lo dejé, argumenté y logré que pidiera de una buena vez la mano de mi hermana sentenciando su futuro y el mío. 
Al principio quise dejarlos solos, no meterme en su hogar, pero Rosa me insistía tanto en que frecuentara su casa que por caridad empecé a ir, no mucho, pero sí lo necesario para que mi hermana se mantuviera tranquila. A los pocos meces quedó embarazada, yo me sentí feliz, sería tía, esa idea brillo dentro de mí y esperé con ansia el nacimiento de ese nuevo ser. El parto fue complicado, la vida de mi hermana estuvo a punto de esfumarse, en cuanto salió el niño lo cogí entre mis brazos, lo lavé y envolví en pañales, después se lo presente a Ramiro,  él me miraba profundamente sin decir nada, sus ojos iban del recién nacido a mí y empezó a sonreír, tiempo después supe que en ese momento se preguntaba cuál de las dos era la madre de esa criatura.
Mi hermana llegó a tener tres hijos, Ramiro el mayor, Rosa y Elvira; tras cada parto quedaba sumamente débil y era yo quien me encargaba de la crianza de los pequeños, cuando se recuperaba yo la mandaba a que se encargará de su marido, que a ese no podía yo atenderlo, pero del último parto no se recuperó y murió a los pocos días no sin antes encargarme a sus hijos y a su esposo: “si ha de casarse”, me dijo, “que sea contigo, que sabrás ser su compañera y una buena madre para mis hijos”. Eso no se lo puede cumplir, cómo iba yo a ocupar su lugar en esa cama que se llenó de noches de amor, de vida, de muerte; cómo iba a tocar la piel de Ramiro después de haber sido tocada por mi propia hermana, no, no y no, si los papeles estuvieran invertidos yo no aceptaría que mi marido se fuera con otra y menos se lo entregaría, no, no y no, él hubiera sido sólo mío.
Rosa de cierta manera nunca murió, ella siguió viviendo en sus hijos, en mí; a poco tiempo de su partida me instalé definitivamente en su casa y me encargue de la educación de mis hijos, sí, mis hijos, porque fueron más que simples sobrinos, esos pequeños tuvieron siempre un parte de mí y yo los quise como si los hubieran extraído de mis entrañas, desde que nació Ramirín encontré el verdadero sentido de mi vida y rechacé toda oferta que se me hizo de formar una familia propia, esa ya la tenía yo.
Todo hubiera sido más fácil si tras la muerte de mi hermana, Ramiro no hubiera hecho sus confesiones, él aseguraba que yo lo había casado con Rosa, que si bien la había llegado a querer profundamente ya no tenía por qué ocultar sus más profundos sentimientos, que si de lejos a la única a la que se veía era a mi hermana, de cerca a la única que veía era a mí; logré que me diera un año para pensarlo, pero realmente entre más pasaba el tiempo más confundida me encontraba, yo no quería darle una madrastra a los niños y menos arriesgarme a que el cariño que sentía por ellos se mermara con la llegada de un fruto de mi vientre, pero lo amaba, siempre lo había amado, y sin embargo una parte de mi, la parte egoísta y mala , no le perdonaba el que hubiera elegido en un principio a Rosa.
Los hombres son de carne y muy brutos, y eso lo pude comprobar al cabo de ocho meses de haberle pedido un tiempo a Ramiro, fue fácil saber lo que escondía, porque entre más se quiere ocultar una cosa más indiscreto se es. Manuela era enfermiza y de espíritu solícito, parecía que había nacido para servir y obedecer, lo cual resultaba útil en su papel de sirvienta de la casa, pero que esas cualidades me fueran benéficas a mí en el manejo del hogar no le daba derecho a Ramiro de aprovecharlas. A punto de llorar estaba el día que hable con él sobre la alternativa de correrla o casarse con ella, no quería hacer ni una ni otra cosa, así que decidí yo por él pensando en lo mejor para todos: se casarían lo más pronto posible, así se repararía la falta que había cometido con ella; si bien lo sospechaba fue un duro golpe confirmar que la huérfana estaba ya embarazada, pero no podía permitir que su hijo, el hijo de Ramiro, se criara en un hospicio igual que lo había hecho su madre. La condición de Manuela era más delicada que la de mi hermana y quedó en peores condiciones tras el nacimiento de Enrique, así que fui nuevamente madre, intenté por ello que los niños lo vieran como su hermano, como su igual, eran tan pequeños que esa tarea no resultó difícil.
Tiempo después Manuela tuvo otra niña y fue ésta la causa de su muerte, la frágil madre llegó a guardar las fuerzas suficientes para dar a luz, pero a los pocos minutos dejó este mundo; fue entonces Manuelita mi más querida niña, ella era el fruto de mi pecado, yo que había obligado a su madre a casarse con Ramiro y con ese acto la había condenado, acogí a la niña con más fuerza que a los otros y en ocasiones se llegó a ver mi favoritismo por más que quise ocultarlo, pero ella era, por otra parte, lo último que Ramiro me había dejado en este mundo.
El único hombre al que siempre amé, y al que no llegué a perdonar del todo, murió primero que Manuela, le faltaron unos cuantos días para que yo le presentara a su nueva hija. Cayó en cama a causa de una pulmonía que le fue debilitando el corazón;  ya en su lecho de muerte me confesó sus más hondos sentimientos, el profundo amor que había sentido por mí, así como sus reproches por haberlo obligado a casarse en dos ocasiones, por mi parte le confesé mi amor e incluso acepté que siempre había temido a la brutalidad de los hombres y por eso había huido de ellos. “Adiós mi Tula”, fue lo último que pronunció mi Ramiro, el padre de mis hijos, puse mis labios sobre sus labios fríos y repase nuestra vida hasta que los sollozos de mi hijo más pequeño me apartaron de ahí.
El resto de mi vida lo seguí dedicando a educar a mis cinco hijos, busqué y aconsejé a Ramirín para que eligiera esposa, Caridad fue una dulce bendición para nuestro hogar, con ella gané una nueva hija y aunque esperé con ansia la llegada de mis nietos no llegué a verlos nacer, sólo vi como crecía el primero dentro de su ser. En vida fui mamá Tula, pero ahora que estoy muerta he resurgido en ellos como la tía Tula, los veo crecer, tener pleitos y discrepancias, pero también veo que mi recuerdo y la presencia de Manuelita los calman y los siguen teniendo unidos, cuando los veo así, no importa que millones de lectores me olviden, yo sigo viviendo en mis hijos. 

                                                                                                                                A. C. Ramírez 

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