CARTA DE AUGUSTO A UNAMUNO
Para
Miguel de Unamuno, en su lecho de muerte
Antes de perecer me
di cuenta de que era inmortal, de que no necesitaba existir para permanecer. Lo
he comprobado. Usted me creó, me dio una historia. Usted me mató, pero no fue
suficiente para quitarme la vida. Sigo consciente en otro mundo, donde
despiertan las ideas que se van nutriendo como yo, personaje de ficción. Vivo
con otras ideas trágicas, cómicas y suicidas. Este mundo es igual al suyo y al que fue mío, pero está rodeado
por una niebla más densa. Más bien, está situado junto a la niebla, que lo
limita. Aquí no estoy atado a su voluntad, don Miguel, soy libre sin sus
designios.
¡Sí, existe Dios, don
Miguel! Me atreví a cruzar la barrera de la niebla un día queriendo saber qué
hay más allá. La atravesé y lo vi, vi lo que usted quería ver, lo que deseaba
creer y que temía que no estuviera ahí. Ahora puede dormir tranquilo. Yo,
Augusto Pérez, su creación, he visto a Dios y su mundo. Y él no dormía, estaba
siempre vigilante, dirigiendo la historia y el tiempo, idéntico a como lo describían
su madre y la mía, alto y luminoso. Despídase de sus dudas. Ya puede usted
dormir tranquilo como me dormí yo aquella noche.
No fui yo un simple
sueño suyo, don Miguel. No me desvanecí al morir, sabía que nunca me perdería
en la niebla para abandonarlo. Permaneció mi recuerdo en su cabeza y permaneció
el de aquella lágrima furtiva. Ahí me asenté igual que sus propios
pensamientos, dudas y temores. Hace mucho, ese miedo al vacío, tema constante
en su cabeza, tormentoso e incontrolable, se volvió parte suya del modo en que
yo lo he hecho. Yo sigo en usted. La muerte no nos apartó, don Miguel.
El miedo y yo nos
llamamos también Miguel de Unamuno. No lo dejaremos en paz. Imposible. Usted
sigue vivo, pero, como ya le dije una vez, se morirá, y hasta que eso suceda lo
atormentarán sus dudas, lo atormentará el futuro de España y lo atormentaré yo.
Le mentí, don Miguel. Sus dudas no se irán: no vi ningún Dios tras la niebla. Y
no hay más niebla, sino tinieblas.
Las tinieblas lo
esperan. Esta es mi venganza, no su muerte, sino su caída, su total pérdida de
fe, el anuncio del vacío. Ahora yo lo mato a usted, así, en espíritu. Sólo falta
que muera su cuerpo y, entonces, yo me moriré también, mas moriré riendo. Reiré
del espectáculo de su extinción total, ridícula como su existencia, como mi
vida y mi muerte, las que usted y otros disfrutaron al presenciar escritas en
papel. Me río ahora al saberle moribundo, al devorarle las entrañas. Si Dios
estuviera ahí, entre las tinieblas, oculto igual que en nuestros mundos,
también estaría riéndose, disfrutando de su nivola
hiriente, su obra maestra engendrada solamente por la ausencia de su imagen. Ya
puede morir en paz, don Miguel, sin duda
alguna. Muérase tranquilo.
P.D. Orfeo ríe
mientras le leo esta carta.
PDOA....
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