Los blancos muros de La casa de Bernarda Alba se abren y
cierran tras una palabra: ¡Silencio! Es así como se enmarca el inicio y fin de
la más reconocida obra del español Federico García Lorca, escrita para el año
de 1936.
El papel femenino ha sido
imprescindible en teatro, ya sea en menor o mayor importancia, como personaje
principal o intitulando la obra. Ésta es una de las contadas ocasiones en las
que la mujer protagónica no padece de fragilidad extrema, sumisión o un muy
ligero temperamento. Bernarda es la señora de la casa, madre de familia no
abnegada y personaje principal en la puesta en escena, no por su número de
apariciones, sino por su la fuerza y carácter de los que se engalana,
herramientas saben guiar la trama sin soltarla.
El protagónico de la
recién enviudada está latente en sus modos maternos; para lo anterior, es
importante resaltar que todos los personajes activos en la obra son mujeres y
que, todas ellas, a excepción de dos (las criadas), son parte de la familia
compuesta por la abuela María Josefa y las cinco hijas de Bernarda: Angustias,
Magdalena, Amelia, Martirio y Adela. Es todo un matriarcado: la madre deja
fluir su instinto y, con la muerte de su esposo, funge ahora como protectora de
los intereses y honra de sus hijas.
Con el paso de las hojas
se desprende un olor a tragedia, mientras la muerte se vuelve llave y candado
de esta historia. Las prohibiciones y exigencias de Bernarda también son una
reacción a la muerte de su esposo, además del ya mencionado afán por cuidar de
sus hijas, hacerlas unas mujeres de bien y mantener a raya el “qué dirán”.
Tanto se esfuerza la señora de la casa por impedir que algún factor externo
dañe la integridad de sus criaturas, que olvida por completo lo que se desata en
que cada una de sus mentes, olvida por completo lo que ocurre en sus corazones
(bien supo advertirle La Poncia). Una situación tan compleja era de esperarse
con el luto.
La maternidad de Bernarda
es impulso en toda la obra, aunque este sentimiento natural se ve maleado por
las exigencias de la sociedad en la que viven. Por el entorno que se maneja,
hasta la propia Bernarda es blanco para el pueblo, es decir, no es de lo más
normal ser madre y administradora de un hogar, esto se debe al poco peso que
tenías entonces el papel de la mujer en la sociedad, con mayor razón si esta
mujer pretendía ser la representante de una familia, en todos los aspectos que
se involucraran.
Angustias, Magdalena,
Amelia, Martirio y Adela viven en constante asfixio, algunas deseosas por salir
del claustro, otras nada quejumbrosas con su pasiva situación. Angustias, por ser hija del primer matrimonio
de Bernarda, es heredera de una fortuna a la que sus medias hermanas no
aspiran; dicha fortuna es olida por Pepe el Romano, pretendiente de Angustias,
amante de Adela y amado de Martirio. A lo largo de la historia se maneja este
conflicto amoroso, al cual podemos agregar el hecho de que Bernarda, en su
momento, impidió que Martirio fuese pretendida por alguien más. No se alcanza a
comprender la actitud de la protagonista; a partir del contexto podemos suponer
que Bernarda esperaba a que la mayor de sus hijas contrajera nupcias para así
ir acomodando a las demás; sin embargo, Bernarda creía fervientemente que
ningún varón en el pueblo que aspirara a alguna de sus criaturas, argumento que
se hace notar en el diálogo de la obra.
A la señora de la casa se
le hiere como madre al final del tercer acto con la deshonra y suicidio de
Adela. El luto se vuelve más pesado, nuestra protagonista ha quedado por fin
deshecha con este final, y no sólo ella, también Angustias, quien ve frustrado
su matrimonio con el gañán de Pepe el Romano. Al resto de la familia y de la
servidumbre sólo le queda respetar el silencio tan merecido después de la
tragedia, al final sólo queda la resignación.
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